11 de marzo de 2008

Pregón Semana Santa 2008

Y por fin llegó el día. El pasado ocho de marzo los que tuvimos la suerte de asistir en directo al Pregón pudimos deleitarnos con las palabras de nuestro Hermano Julio Garrido. Desde la sencillez, el recogimiento y el fervor nos fue introduciendo en la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo para concluir con el sentimiento de lo que es ser cofrade en Baena.
"El corazón de las personas buenas es como el corazón del olivo: noble y sencillo"
Por su extraordinaria belleza lo traemos a estas páginas.
7ª Cuadrilla de judíos colinegros.
PREGÓN SEMANA SANTA 2008
Por Julio Garrido Ramos, judío del 7

Que seáis dichosos y encontréis la paz todos y cada uno de cuantos leáis este pregón. Os lo deseo de todo corazón, porque hay una razón poderosa para ello: ¡Cristo ha resucitado!
Es posible que no sea correcto comenzar un pregón por el final, pero si hay que dar una buena noticia ¿por qué habría de esperar?Tal vez, la imagen de Cristo Resucitado, no sea una gran talla, quizá lo que tendríamos que hacer, en este caso, es permanecer en silencio y admirar esa esperanza vestida de blanco que inicia la procesión del Domingo de Resurrección, y que constituye la base de nuestra fe, en la que se sustenta toda la Semana Santa.
Puede resultar sorprendente hablar de silencio en una Semana Santa que si algo la caracteriza, es precisamente su ausencia.Palabra mágica y profunda esa del silencio encarnada entre nosotros de una manera especial en el Cristo del Perdón. En silencio se encuentra en la capilla bautismal de la remozada iglesia de Santa María la Mayor, y en oscuridad y silencio, por el laberinto de callejuelas de la Almedina, plasma su Vía Crucis en la recién estrenada madrugada del Viernes Santo.
El Vía Crucis iniciado por los franciscanos en Tierra Santa, de los que son Custodio de los Santos Lugares, se piensa que fue introducido por un dominico cordobés llamado San Álvaro o el beato Álvarez que en 1420, después de peregrinar a Tierra Santa. Compró una finca y, en el Santuario de Scala Coeli en Sierra Morena, a tan solo 7 Km. de Córdoba, construyó ermitas y reprodujo los Santos Lugares, mandando pintar en las capillas, diferentes escenas de la Pasión, creando de esta manera el primer Vía Crucis de estas tierras.
Desde 1981 procesiona una imagen de estilo gótico del siglo XIV ó XV, que es considerada la talla más antigua que procesiona en la Semana Santa baenense y una de las más antiguas de la provincia.El respeto de la mayor parte de quienes acuden, las luces apagadas, el bellísimo marco de la Almedina, el sonido ronco, lento y rítmico del tambor que rompe el silencio de la noche, el arrastre de cadenas por el empedrado de las calles, la mortecina luz de los faroles que portan los hermanos, las cruces al hombro, la plegaria sentida del conciliario y la expresión de dolor del Cristo del Perdón, hacen de este Vía Crucis una auténtica joya baenense. (Comprender la Semana Santa, capitulo 7)
Tremenda palabra esa del perdón que a mí me gustaría que, unida a ese Cristo que perdona en silencio, fuese la guía de todo este pregón y, como no, con la voz, el sentimiento y el recuerdo inolvidable de D. Virgilio.Fijándonos en el Cristo del Perdón, no encaja bien eso que se oye decir con tanta frecuencia: “yo perdono pero no olvido”.Realmente si no olvidamos no hemos perdonado. Cuando se hace esta aseveración queremos mostrarnos como personas de fuerte carácter, de firmes convicciones, muy seguras de nosotras mismas.
El perdón libera, nos hace ligeros para poder vivir y soñar. Este me ha hecho…, ese otro…, no se me olvidará que…, cuando yo te dije tú me respondiste…, te estuve esperando y me fallaste…, si llego a saberlo… No se puede vivir con tanta memoria a cuestas, con un fardo tan pesado. Hay que ir más ligero de equipaje por la vida.
A los ordenadores hay que formatearlos para limpiarlos, quitarles programas que se le instalan, que les hacen ir más lentos, y así poder trabajar con más fluidez. Algo por el estilo deberíamos hacer nosotros, nos interesa perdonar de verdad. Es posible que no sea fácil, pero merece la pena intentarlo.
Además, pensemos un poco en nosotros mismos y reconozcamos que también necesitamos ser perdonados de verdad y con olvido completo. Le fallamos a los seres queridos, a veces con un simple gesto, una simple mirada o una palabra, y provocamos una gran sensación de abandono y soledad.
Caminemos con ese Cristo que perdona en silencio por las calles de nuestra vida, que no pocas veces son empinadas, y tienen piedras y abrojos. Perdonemos como Cristo nos perdona, y empecemos a tener una libertad que nos permitirá ser más felices de lo que somos.
Echemos mano de otra imagen de la Semana Santa para acercarnos a ese misterio, la del Cristo de la Humildad, que procesiona en la noche del Jueves Santo, cuya cofradía, nacida con anterioridad a 1551 y con la advocación de la Vera Cruz, es la más antigua de las cofradías penitenciales de Baena. Cristo se hace aquí una palabra que no siempre es entendida correctamente, tal vez porque nos da un poco de miedo o por que cuesta trabajo su práctica.
Cuando pensamos en la humildad, la asociamos a una persona que no habla por no molestar. Incluso, pensamos que es tonta y le tomamos fácilmente el pelo. Creemos que ese Cristo de la Humildad, sentado, meditando su situación y su dolor, está rendido y derrotado, y pensamos eso mismo de los hombres que no responden a la violencia con violencia.
Hoy podemos comprobar en las noticias y en el cine, que el calibre de la respuesta siempre es superior a la ofensa recibida, demostrando así superioridad sobre el otro, el poder que se tiene, o el miedo y respeto que se infunde.
Nos han enseñado lo terrible de ejercer la ley del Talión, escrita en el Código de Hammurabi hace cerca de 4.000 años, como si fuese una ley degradante y estuviese plenamente superada. El famoso ojo por ojo y diente por diente. Pero yo creo, sinceramente, que tendríamos que reivindicar su uso actual porque de esa manera se pararía algo la escala de violencia a la que el hombre somete a sus semejantes, haríamos un poco más “humanas” nuestras peleas, nuestras disputas y guerras.Lo cristiano sería responder con el silencio a las acusaciones, irse calladamente en no pocos momentos, pero gritar las injusticias, no casarse con el poderoso, y cuando haga falta poner la otra mejilla.
Ese poner la otra mejilla es aceptar que las personas pueden ser irracionales, inconsecuentes y egoístas, y hay que amarlas de todos modos; que si haces el bien y te acusan de tener oscuros motivos egoístas, hay que hacer el bien ;que si tienes éxitos sabes que tendrás amigos falsos y enemigos verdaderos, pero que hay que seguir luchando; que si el bien que haces hoy se pude olvidar mañana, hay que hacer el bien; que lo que tardas años en construir te lo pueden destruir en una noche, hay que construir; que si alguien que necesita ayuda te ataca, hay que ayudarle ; que si das al mundo lo mejor que tienes y te golpean, a pesar de ello da al mundo lo mejor que tienes.
Está claro que hace falta la fuerza de ese Cristo humilde que ama y permanece en silencio.Si embargo resulta difícil callarse cuando encontramos defectos en los demás, cuando otro está hablando y me muero por intervenir, cuando no se dicen más que palabras inútiles y vacías, cuando quiero impresionar, cuando se sufre y se padece, cuando tienes miles de cosas que decirles a los hijos, pero te das cuenta que los discursos no sirven para nada. Es difícil permanecer y aceptar esos silencios, y sin embargo no hablamos ante el sufrimiento y la injusticia ajena o cuando alguien espera un gesto por nuestra parte.
Llegamos así a una nueva palabra, al dolor, que es el estandarte, la Cruz de Guía de la Semana Santa. ¿Qué es, si no, la Pasión?En la nuestra, se nos presenta en forma de mujer, bajo la advocación de la Virgen de los Dolores que procesiona en la noche del Miércoles y en la mañana del Viernes Santo. María al límite del aguante y la resistencia, soportando el dolor al pie de la cruz y con el corazón traspasado por un puñal, emblema de la profecía de Simeón en la presentación de Jesús en el templo. La mujer como signo de amor, de sacrificio y de silencio.
El dolor, es sin duda un misterio al que el hombre no sabe dar respuesta, o tal vez no quiere, pero hay quien al menos lo asume. Puede ser, también, la causa y el origen de la perdida de fe.
Se me ocurre un cambio de palabra: dolor por sufrimiento. Entendiendo el dolor como algo pasajero y el sufrimiento como aquello que se nos pega más, el dolor como causa de un daño físico, y el sufrimiento como un daño moral. Y entonces surgen los porqués, que nos hacen compadecernos de nosotros mismos: porqué a mí, qué sentido tiene el sufrir, porqué existe el dolor, porqué el hombre es capaz de infligir tanto daño a sus semejantes, y a veces por puro placer. Porqué tienen que ocurrir tantas catástrofes, porqué existen el negocio de las guerras y porqué tantas veces hacemos la guerra en nuestras propias casas y con los seres que queremos.
Yo no tengo respuesta a tantos interrogantes pero a veces hay que levantar la mirada para poder encontrar, a nuestro alrededor, personas que son capaces de afrontar el dolor, la angustia y el sufrimiento, y que le dicen: no puedes conmigo, cada día me harás más incapacitada, más dependiente de los que me rodean, pero yo exhibiré ante ellos una sonrisa, mi dolor les dará fuerza para que aguanten su dolor y no desfallezcan, mi dolor no les va a impedir a mis hijos que tengan una infancia normal, no consentiré que mi familia gire alrededor de mi enfermedad. Aceptaré mis incapacidades, pero no tu protagonismo. Personas que son capaces de sonreírte y de mirarte a los ojos y encontrar en ellos fuerza y paz.
Y surge el interrogante, ¿cómo es posible? Como creyente mi respuesta viene dada desde la fe. Fuera de ésta no se si existe. Hay a quienes Dios les ha dado un talento, y es evidente que lo trabajan y al término de su vida presentarán las manos llenas de la abundancia que ha generado ese talento.
Otra respuesta que yo encuentro es el silencio y la oración. Ese silencio que ya hemos vislumbrado y que nos seguirá acompañando a lo largo del pregón. Y que en la Virgen tiene su modelo.Pero, cuando hablamos de María, a mi me surge un problema. Me cuesta trabajo verla adornada con tanto boato, con tanto adorno, con tanto oro y plata. Ella, que era maestra de estar callada guardando todas las cosas en su corazón.
Habría que pensar que Ella, en la Pasión, era una mujer madura y nunca en la imaginería de la Semana Santa nos la representan así, jamás vemos una arruga en su rostro. Si pensamos que, cuando la Anunciación, tenía de 15 a 20 años, y si admitimos que Jesucristo murió sobre los 33, quiere decir que fácilmente rondaría los 50 años, y lógicamente su cara tendría los efectos de la edad y la época en que vivió. Esa edad, hoy en día, supera las expectativas de vida de muchos países no desarrollados, con más razón en aquella época, lo cual significa que podría estar al final de su vida cuando vio morir a su Hijo.
Nuestra Madre afronta lo peor que le puede ocurrir a unos padres: el sobrevivir a sus hijos. A eso hay que añadir la angustia y el dolor de los sufrimientos infligidos al Hijo, siguiéndole durante toda la pasión, hasta verle enterrado en el sepulcro, que sería para Ella un alivio. Le tendría, sí, muerto en sus brazos, pero con todo acabado, con todo cumplido. ¡Cuánto no envejecería María ese día de Viernes Santo¡. ¡Cuántas arrugas no surcarían y ahondarían su rostro…. casi ajado¡. Sin gritos de histeria, ni de plañidera, sino con llantos y lágrimas de silencio.
Nosotros no somos capaces de imaginarla así y le escondemos su rostro entre oro y joyas, mantos y medallas, e incluso, bastones con mando de capitán general. Pero yo no puedo verla así, esa no es mi Madre, esa no es la Madre a la que es fácil hablarle por más cercana, a la que puedo tutear porque se que va a comprender mi dolor y angustia. Yo prefiero su ternura de madre, su sonrisa de madre, su amor de madre, su silencio de mujer que puede entenderme, que puede comprenderme; esa mujer se parece tanto, tanto a mí, que sí hace que yo entienda lo que pasa en mi vida.
No somos capaces de encontrar amor en las arrugas que surcarían su rostro. Rompemos su silencio cuando la adornamos…, pero es que se lo merece, me diréis, eso y mucho más. Ya lo sé, y lo siento también así. Pero me cuesta trabajo rezarle cuando la miro y antes de llegar a su rostro veo tanto encaje de filigranas, ese manto nuevo que está sin terminar, ese tocado que le ha hecho un vestidor venido de no sé donde, esa medalla que le regaló no sé quien por una promesa…, ese pañuelo bordado por las monjas…, esa sortija…. Con la memoria que yo tengo, puede que, cuando mi mirada llegue a su cara para adentrarme en sus ojos y hablarle, se me haya olvidado lo que quería decirle, y, lo que es peor, ¿y si me acostumbro y sólo me quedo en los adornos?
Deberíamos vestirla como al Cristo del Silencio: sobrio, roto, desnudo, silencioso…, tan cercano en el Vía Crucis de nuestra Almedina baenense.
Vemos que existen silencios en nuestra Semana Santa que nos ayudan a despojarnos de nosotros mismos, a salir de nuestra propia autocompasión y autocomplacencia en el dolor.Otro ejemplo lo tenemos en la Virgen de la Soledad, que en 1883 procesionaba, ella sola, la noche del Sábado de Gloria visitando las iglesias, representando así la búsqueda de su Hijo. Hoy no hay procesión, parece como si quisiéramos dedicarle ese silencio de tambores, trompetas y procesiones a la soledad de la Virgen, como para no molestarla, como para dejarla a solas, en silencio, con su propio dolor y el dolor infligido a su Hijo.
Ya ha terminado todo, todo se ha consumado. Ya está sola, con Juan y las otras mujeres…, pero es la hora de su soledad, es la hora de atravesar su propio desierto. Yo la llamaría la Virgen del Abandono, la Abandonada de Dios, de su Hijo. Después del desastre que acaba de vivir, hundida, sin fuerzas…, es la hora del maligno que, después de su Hijo, viene a por Ella. Y comienza a recordarle cómo su Hijo fue marcándola en vida: te humilló antes de nacer cuando no quiso darte posada, cuando era apenas un adolescente de 12 años se olvida de Ti y no te dice que se va a quedar en el templo con los sacerdotes, y para colmo cuando le encuentras se pone gallito, y en medio de todos, en lugar de agachar la cabeza y recibir la regañina en silencio, te deja en ridículo, “que tenía que hacer las cosas de su Padre”. Y Tú quien eras entonces. Otro día dice que se va de la casa…, y se va…, y no mira hacia atrás. Te vuelve a dejar en ridículo, cuando le van bien las cosas haciendo muchos milagros y hablando con unos y otros, rodeado de gente que quiere oírle, le dicen que Tú estas allí, que Tú eres su Madre, y Él ¿qué responde?, que no te conoce, que quien es su madre. Habrase visto desfachatez tan grande. Toda una vida criándole y ahora sale con esas, y delante de todo el mundo.
Mira que todos sus amigos le dijeron que no subiese a Jerusalén, que estaba la situación muy caliente, que le iban a coger preso. Se empeñó, y claro le cogieron y le mataron. Y a última hora se pudo haber librado de la cruz mostrándole al Sumo Sacerdote el poder del que estaba revestido; pero no eso nunca, por más que vio desde lo alto tus ojos angustiados. No, otra vez no, siempre no…, y se hace en tu alma el abandono total, el silencio total y la soledad total de un desierto sin fin.
Pero en esa travesía aparece un soplo de esperanza, una luz insignificante, un recuerdo. En la cueva de Belén no estuvisteis solos, aparecieron los despojos de la sociedad de aquel entonces, gentes que no entraban en los pueblos, los marginados, los pastores, gentes que fueron capaces de poder esbozar una sonrisa y de dar la bienvenida, de romper cualquier atisbo de soledad y de frío. Después aparecieron seres extraños, ricos en conocimientos y sabiduría, e incomprensiblemente se postraron y arrodillaron y dejaron sus presentes, y caldearon la cueva con su cariño.
Un recuerdo arrastra otro, y esa luz de esperanza empieza a brillar con más intensidad. A los doce años hizo lo que tenía grabado a fuego en su interior: el hágase de tu Anunciación, el que Tú le habrías contado tantas veces. Así que después del templo se fue contigo y te siguió obedeciendo.
Esbozarías una sonrisa recordando como Tú se la jugaste en Caná, cuando Él te había dicho que todavía no había llegado su hora. Ahora fuiste tú la que no le hizo caso con aquel “haced lo que Él os diga”. Otra vez el hágase, esta vez por tu parte. Estuvo bien esa jugada, fue genial. Imagino que pensarías, ¡cuánto me quiere!
El hágase se convirtió en vosotros en señal de identidad. Que bien se lo habías enseñado, cómo lo había asimilado. Que pensarías cuando se lo oíste decir en el Padre Nuestro, en la oración que El ensañaba, “hágase tu voluntad”. Hasta allí estabas, sin nombrarte a Ti, en silencio, pero presente.
En ese abandono que se iba desvaneciendo te llegó la noticia, imagino que de Juan, que en lo más profundo, en lo más hondo de la oración del Huerto, oyó decirle a su Padre “hágase tu voluntad y no la mía”. Tu siempre dentro de Él, siempre presente en su pensamiento, como parte vital de todo su ser. Quiero pensar que esto te llenaría de paz y a partir de ese momento empezó a amanecer en Ti el Domingo de Resurrección.
El dolor y el silencio unidos para poder explicarse mutuamente. Ese silencio que continuará con nosotros, que no nos dejará. Pero éste sin la oración se quedaría cojo, no estaría completo. Y en nuestra Semana Santa tenemos, como no, un modelo de oración, para intentar dar explicación al porqué del dolor. Es Nuestro Padre Jesús del Huerto.
El huerto de Getsemaní se encuentra cerca de Jerusalén, desde allí se puede ver la ciudad asentada en lo alto de la colina, al otro lado del rio Cedrón. Un huerto con su agua fácil de coger y cerca de la ciudad para poder vender con comodidad los frutos que produjese. Tenía también, algo tan de nuestra tierra como son los olivos. Esa imagen que, a nosotros se nos hace tan cercana.
Es curioso que Nuestro Padre Jesús del Huerto lleve entre sus manos una ofrenda de espigas, que no es propia de un huerto. Pero tenemos esa imagen tan hecha que perdería todo su encanto si no la tuviese, sin ella lo encontraríamos vacío y con otra ofrenda no sería el mismo. Junto a las limas son una idiosincrasia más de nuestra Semana Santa.
La oración es fundamental para asumir el dolor en su totalidad, y este Jesús que procesiona al anochecer del Miércoles Santo nos ayuda a comprenderlo.
A nosotros, que estamos inmersos en océanos de olivos, nos resulta fácil imaginar una o dos faneguillas, tal vez menos, de hermosos olivos de tres pies. Podemos visualizar la luna llena iluminando las calles de olivos, creando otra con las sombras que se proyectan sobre el terruño, dándole un color plateado a sus hojas y a la tierra un aspecto casi lunar. Es fácil palpar el silencio en la naturaleza, la quietud del olivo es atrayente, te cautiva y enamora. A otros le costaría más trabajo, pero a nosotros nos resulta fácil imaginarnos a Jesús entre olivos orando, en medio de una de esas calles, rodeado de ellos, arropado por ellos. ¡Nunca un árbol tuvo mejor hortelano!
Pues es aquí, en ese entorno tan nuestro y tan familiar, donde se inician los momentos más profundos de dolor y sufrimiento de la Pasión. Y se produce, además, un cambio radical en el comportamiento de Jesús que hasta entonces no se callaba una: con los fariseos, con los saduceos, con el joven rico, con la cuestión del sábado, con la del César, con la propia Jerusalén, con el perdón al enemigo, con la otra mejilla, con las bienaventuranzas, con el mandamiento del amor. Ahora el discurso de Jesús es el silencio. Palabras contadas salen de su boca y frases casi lacónicas. Callará para que hablen las piedras del camino del Calvario, y estas serán las más locuaces, hablarán por nuestros corazones de piedra, tendrán voz y su sonido permanecerá por los siglos.
El silencio, otra vez el Cristo del Silencio se hace presente, con su fuerza y su ejemplo. No hay discurso de mayor elocuencia.Ese silencio se gesta en la oración, en la vida pública de Jesús son continuas las referencias a sus retiros para rezar. Sin ir más lejos, la Cuaresma ¿qué es sino sus cuarenta días en el desierto? Ese cuarenta, que en la Biblia significa renovación, regeneración, purificación para iniciar una vida nueva y mejor: cuarenta días de diluvio, cuarenta años en el desierto para entrar en la Tierra
Prometida, cuarenta días de Moisés en el Sinaí, cuarenta días de ayuno para entrar triunfante en una borriquilla en Jerusalén.La oración adquiere una dimensión trascendente en la vida de Jesús, y ahora cuando todo el peso del Viernes Santo se le viene encima, se prepara, pasando la noche en vela. Y debió de ser larga la noche, porque por dos veces despertó a los apóstoles que estaban con Él. La oración le hizo falta para asumir su propio destino.
Es curioso tanto hablar de ella y yo os digo que Dios no necesita de nuestra oración, ni que vayamos a misa los domingos, ni que leamos el Evangelio, ni que nos confirmemos, ni que lo saquemos en procesión, ni le cantemos saetas, ni que le digamos pregones hablando de Él….
Entonces si Dios no nos necesita para eso ¿para qué nos quiere? Es fácil la respuesta a esta cuestión. Para llegar allí donde Él no puede hacerlo: Dios no puede acompañar a tu madre al médico, no puede hacerle sitio en tu casa cuando está anciana, no puede ir a visitarla a la residencia, no puede ser el acompañante perenne de enfermos, no puede llevar a los niños a la catequesis ni enseñarles a rezar, no puede presentarse en unas elecciones a un cargo público, ni dar ejemplo como buen deportista, ni ser sacerdote, no puede dedicarse a los más pobres de entre los pobres, no ni a la evangelización, no puede ni… ser madre. ¡Dios nos necesita tanto! ¡Tanto!
Diréis que para hacer cuanto he dicho no hace falta la oración, que hay gente que lo hace y no reza. Sí, pero la oración trasciende todo cuanto hacemos, le da otra dimensión a nuestras acciones, ¡facilita tanto nuestros buenos propósitos!, ¡nos hace tan constantes!, ¡nos cambia tanto! No nos hace aceptar ñoñamente nuestras adversidades. Ni mucho menos, nos hace aceptar en silencio la realidad, ser plenamente consciente de ella y, en la medida de nuestras fuerzas, asumir dicha realidad, asumir nuestra cruz con la locura de poder encontrar la paz en ella. Ese es el fruto de la oración.
Cristo rezó con intensidad y constancia, y si lo hizo fue por algo. Él nos dijo: “cuando ores, entra en tu habitación, cierra las puertas y ora en secreto…”. Otra vez el silencio. Si hoy estuviese entre nosotros nos diría: mira, deja alguna vez el mp3, el móvil, la tele, la radio, el ordenador, la play, el messenger, la champións, el despacho, las cuentas, la oficina, …, olvídate un poquito de ti, y ora en tu casa o en la mía.
Tenemos miedo al silencio de la oración, pensamos que Dios se va a aprovechar de nosotros y nos va a pedir demasiado. ¡Qué tontos somos! Nos va a enseñar a llevar nuestra propia vida.Cuentan que había un hombre hablando con Dios y le rogaba con insistencia le cambiase su cruz por otra más ligera, más suave. Tanto insistió, que Dios le permitió que eligiese aquella que fuese de su agrado.
El hombre con tal de cambiar le daba igual una que otra, pero se dio cuenta enseguida que le molestaba una barbaridad, y rápidamente le dijo a Dios si podía hacer otro cambio por que había elegido así tan deprisa, sin pensarlo. Y Dios le respondió que no había problema alguno en hacer cuantos cambios considerase necesarios. Y probó una tras otra, hasta que le dijo a Dios: vamos a llegar a un acuerdo, me llevo la mía que ya le tengo hecho el hoyo en mi hombro y Tú me ayudas a llevarla. Eso es la oración.
Ayudar a llevar la cruz, hacer la carga más liviana, ese es el secreto de la oración, y es lo que hacen los Hermanos de Andas llevando a Jesús por las calles de nuestro pueblo, compartiendo su carga, su peso, y su dolor. Cireneos de Jesús podríamos llamarles.
A compartir ese peso van tantos baenenses cada viernes desde primeras horas del día, acercándose a Nuestro Padre Jesús Nazareno en su camarín de San Francisco, y allí le piden tanto como necesitamos para poder sobrevivir. Y le miran a los ojos, esos ojos de fuego inextinguible que te abrasan el corazón y te purifican, ojos que hacen cuestionarte tu propio comportamiento, tu propio yo, y que no te reprochan nada, ni te censuran o condenan. Te hacen ver tal cual eres, con tus miserias, y a pesar de verte en ellos, no puedes apartar tus ojos de los de Él. Habrá amor más profundo en esa mirada.
Allí es fácil abrirle el corazón, allí pesan los años, la sabiduría y la vida vivida, y ya casi marchita, de los ancianos que habitan en la misma casa con Él. Allí está, distinto de cuando procesiona, casi desnudo, porque su túnica es lisa, sin adorno, sencilla, pobre, y yo le quitaría el sinsentido de las medallas y le pondría unos cordones, no de oro, sino de esparto.Deberíamos lanzar el mensaje vivido en esos momentos en que se pierde la realidad del tiempo y del espacio, hacer eco de cuanto sentimos y decimos en ese dialogo de padre a hijo, del que pide con el que da, del que escucha con el que habla, del que se rinde con el que anhela la victoria, del que acepta con el que pide ser aceptado. Sentir con fuerza y transmitir que Nuestro Padre JesúsNazareno está allí, y aquí y ahora, y hay que gritar ¡viva Nuestro Padre Jesús Nazareno!
Habéis respondido porque no sois capaces de permanecer mudos ante esa consigna, ante este grito. Si lo dijese por segunda vez seguramente nuestras voces sonarían con más fuerza, si nos preparásemos haciendo una bocina con nuestras manos podríamos contagiarnos de un fervor colectivo, si repartiésemos micrófonos conectados a altavoces, aquellos que están fuera de este teatro podrían preguntarse qué fuerza es la que aquí nos anima.
Si fuésemos capaces de utilizar un lenguaje silencioso, inaudible al oído humano, el infrasonido utilizado por los elefantes, de larga longitud de onda, nuestro viva mudo podría sacudir las conciencias de aquellos que están a varios kilómetros de donde nos encontramos …; pero si el viva a Jesús explotase en el silencio más profundo de nuestros corazones, con nuestros ojos cerrados, con nuestra alma y nuestra mente fijos solos en Él, ¡ah!, entonces nuestro grito al crucificado traspasaría los limites de Baena y su fuerza arrasaría con el ímpetu de un enorme tsunami allá donde hubiese un baenense, y haría juntar al padre con la hija y a la hija con el padre, al hermano con la hermana, restañaría los corazones rotos por el dolor, la separación, la enfermedad, el abandono o la soledad, encendería un corazón negro como el tizón en carbón ardiente de luz y calor, capaz de afrontar los días de oscuridad, de rayos, truenos y tormentas que aparecen en nuestras vidas. Esa es la fuerza y el torbellino de un viva a Jesús salido de las entrañas más profundas de nuestro ser.
Otra vez el silencio, que no quiere abandonarnos en este pregón, que se ha hecho nuestro más inseparable, y espero que no incomodo, acompañante, que no ocupa lugar, pero que nos va cuestionando. Otra vez este Cristo del Silencio, que nos enseña a llevar la cruz.
Toda cruz lleva implícita un dolor, una incomprensión, que cuestiona nuestra fe. Y esto se acrecienta con la edad, cuando uno comienza a plantearse la validez de cuanto hemos recibido de pequeños, cuando la fuerza de la juventud comienza su declive. Es el dolor en su acepción más amplia, es la incomprensión ante quien mata en un simple juego de placer, ante el abandono de un recién nacido en un contenedor, ante la violencia doméstica, ante una violación en el seno de una familia, o ante una tragedia con cientos o miles de muertos.
En esos momentos es fácil volver los ojos al cielo y gritar con fuerza a ese Dios en el que no creemos, a ese Dios al que, tal vez, sólo recordamos en Semana Santa, en un bautizo, una primera comunión, una boda o un entierro, que nos explique la razón de todo, que nos diga que beneficio encuentra, que nos enseñe sus renglones derechos porque los torcidos los conocemos de memoria. E imaginamos a Dios deshaciendo entuertos porque no somos capaces de asumir que Dios permita todo esto, cuando dicen que es todo ternura y amor.
Yo no tengo una varita mágica para iluminaros, sólo me atrevo a compartir mis sentimientos y mis pensamientos.Hay días en los que encontramos la dicha, días en que todo nos sale bien, llegamos incluso a fin de mes, nos sentimos realizados por el nacimiento de un hijo o por la carrera que ha sido capaz de terminar, otras veces estás tranquilamente en tu casa, con tu familia, y sientes que hay calor, o te levantas eufórico, sin saber porqué, pero ese día eres capaz de comerte el mundo, o llega el Miércoles Santo para echar las cajas y entonces…, bueno, entonces… yo que sé. Hay, también, tiempo de paz y sosiego. O un día te miran unos ojos y tu vida da un vuelco.
Y esto lo aceptamos como algo natural, es más, pensamos que tenemos derecho a ello y no volvemos los ojos al cielo para gritar, para cuestionar a Dios, porqué hace eso conmigo, qué he hecho para merecer lo que estoy recibiendo. No le gritamos, ni le zarandeamos, sino que permanecemos en silencio.
Si equilibrásemos la balanza de nuestros criterios a la hora de exigir explicaciones a Dios, le hablaríamos un poco más bajito, reduciríamos el nivel de nuestras exigencias, o nos quedaríamos con otra interrogante que nos daría un poco de paz.Ocurre también, que el tiempo nos va dando respuestas. Cuando niño te revolvías ante cualquier castigo que te imponían, protestabas y pataleabas, renegabas de él. Pasado el tiempo, recordando la niñez, una sonrisa asoma en nuestro rostro cuando aparecen los castigos y las causas que los originaron. Por supuesto que merecía eso y mucho más. Con el tiempo se llega, incluso, a echar en cara a los padres el no haber tenido castigo en su momento.
El tiempo, otro gran secreto, otro gran misterio. Se hace un poco de luz cuando pasan los años y aunque surgen otros interrogantes, se empieza a ver la vida desde otra perspectiva y empezamos a ser y a sabernos un poco sabios de la vida, por que tenemos el sustento de una experiencia cada vez más rica, un tesoro de valor incalculable. Cuánta podría ser nuestra sabiduría si lográsemos llegar a ser un anciano de esos de cuento, sentados en un sillón con largas y canosas barbas, sonriente y de pocas palabras. Un anciano de edad indefinible.
Si pudiéramos hacer acopio de las experiencias de doscientos, quinientos o miles de años, cuánto no comprenderíamos de la vida, cuántas interrogantes se irían contestando tan solo por el paso del tiempo.Si pudiésemos abarcar un periodo de millones de años, seguiríamos en la resolución de más interrogantes, nuestras quejas a Dios irían disminuyendo en la misma medida que nuestro tesoro de sabiduría fuese en aumento, nuestro silencio se iría haciendo cada vez más largo. Si viviésemos una eternidad, probablemente lo comprenderíamos todo y ¿seríamos como Dios? Pero, ¿realmente es esto la eternidad? Aún nos falta completarla. Nos resulta relativamente fácil entender el concepto de eternidad hacia el futuro; pero cuesta más trabajo entender nuestro pasado más allá del día de nuestro nacimiento. No podemos imaginar una sabiduría con cientos, miles o millones de años hacia atrás, no podemos abarcar una sabiduría anterior al famoso big–bang. La eternidad en el pasado sólo podemos atribuirla a Dios, que de esta manera cierra el círculo. Realmente Dios es la eternidad, y nosotros vivimos en un suspiro dentro de esa eternidad.
Nos sucede que resulta difícil poder vivir sin todas las respuestas, en la oscuridad de los interrogantes, con nuestras propias limitaciones, vivir en manos de Dios, vivir en la fe. Pero a la pregunta que yo no logro dar respuesta, a la que no logro dar sentido, es cómo esa eternidad que Dios es, puede terminar en una Cruz. Por más que lo intento no logro entenderlo, no lo puedo concebir. Es una interrogante demasiado grande para mí y con la que tengo que aprender a vivir sin respuesta.
Habrá que buscar en las semanas santas vividas momentos mágicos que nos acerquen a ese Dios, a encontrar alguna imagen que dé luz a la incomprensión del dolor, a la incomprensión de la Pasión.La Virgen de la Esperanza de San Juan tiene un significado especial. En medio del dolor de la Semana Santa suena como un respiro, como un anhelo de resistir, como una luz hacia donde ir en medio de la oscuridad del llanto y la aflicción.
Si nos fijamos en la imagen, tiene un puñal clavado en el corazón, donde más duele, donde reside la esencia de vivir, donde la muerte llega con más rapidez. Es una contradicción, que parece decirnos que la esperanza está herida de muerte, que la esperanza no tiene sentido. Pero el mensaje de la Virgen es el de creer y esperar contra toda esperanza. Aún teniendo el alma atravesada por el dolor y la pena, hay motivos para vivir, el cuchillo que te atraviesa va a ir contigo, va a ser tu compañero de viaje, esa cruz que tenemos que aprender a llevar; pero que no va a matarte, no va a encerrarte en ti. Ciertamente, te dañará, pero no te destruirá, te hará caer pero no te aplastará.
Amar contra toda esperanza, creer contra toda esperanza, a pesar de los malos ejemplos. Creer, ante la misma muerte, para ser capaces de poder mirarla de frente y poder descansar en paz. Tener la esperanza de que el sol sale a primera hora de la mañana siguiente, esperar siempre la vuelta del hijo para poder recibirlo con los brazos abiertos, saber que un día podremos tener sueños. No se puede vivir sin soñar. Yo no podría.
El puñal es dolor, muerte, pero no tiene porque ser sinónimo de ella. La esperanza es luz, vida, alegría, fortaleza, nuestra razón de vivir, el motor que nos impulse a mirar hacia el cielo. La esperanza es caer veinte veces pero levantarse veintiuna, es poder sonreír al dolor, a la enfermedad, a la pobreza, al desamor, a la soledad, a la angustia o al sufrimiento.La Virgen de la Esperanza de San Juan es luz en la noche del Calvario, de nuestro propio calvario, una luz que no deja de alumbrar. Y parece que Ella da fuerzas a esta Cofradía para sobrevivir a todos los avatares por los que ha atravesado a lo largo de su historia.
La Semana Santa es tiempo de recuerdos, de retenerlos vivos, de recuperarlos, año tras año, para que no se escapen, porque ¿qué sería de nosotros sin ellos?
En las primeras imágenes de mi flaca memoria me veo vestido de magdaleno, con mi hermano Higinio, con un traje que hizo nuestra abuela Adolfina, que quedándose ciega, nos palpaba y decía que los trajes eran muy bonitos. Recuerdo su palma recorriendo mi cuerpo como queriendo ver con la yema de sus dedos, su cariño puedo olerlo, pero no entendía que pudiese decir aquello sin ver. Esa imagen permanece, y recuperarla me hace estremecer.
No tengo el recuerdo, pero sí una fotografía en la Muralla, con 3 ó 4 años, vestido de judío, con mi hermano Higinio; pero, aún viéndola, no logro rescatar ese imagen en mi mente.
Mis primeros recuerdos de Semana Santa son de la madrugada del Viernes Santo, y de mi madre que no entendía que con cinco años me levantase a esas horas tan intempestivas. Mi hermano me acompañaba, y lo digo así por que, siendo él mayor, tendría que ser yo quien le acompañase, pero siempre he pensado que yo tiraba de él, ya que no consentía quedarse mientras yo me iba con mi padre. Hasta ahí podríamos llegar. Había algo especial en el ambiente, en el sigilo del amanecer, sin tambores, sin gentes pasando, o colocando sillas para guardar un sitio para la procesión, cuya propiedad se hace efectiva con una simple cuerda. Solos mi padre, mi hermano y yo. Los demás durmiendo, y en el salón los trajes. Recuerdo a mi padre poniéndose los cordones sobre la túnica morada de nazareno, y me asusta pensar que yo heredé ser tan desastre como él cuando me tocó ponérmelos. No hubo manera de aprender y mira que lo intenté de mil formas. Nos íbamos, los tres, a casa de mi tío Pablo Frías, cuadrillero de la tercera de los nazarenos. A él le encantaba vernos allí, con lo que le gustaba la Semana Santa, se sentía orgulloso de ver a unos chiquillos levantados para recoger al Hermano Mayor.
A mí me preocupaba verme en un cuartel que no era el mío. Yo, con cinco o seis años no entendía nada de cuarteles, pero sí sabía que era de otra hermandad y que si alguien me decía algo yo le echaría la culpa a mi padre por haberme llevado allí. Incomprensiblemente, tengo una imagen clara de Repiso, agarrándose la chaqueta y sirviéndonos una taza de chocolate. El ambiente que allí se respiraba era inenarrable para mi edad.
Sé que fui muchos años el primero en la fila de magdalenos, en la procesión del Viernes Santo por la mañana, y no es que fuese un privilegio sino que no había chiquillos más pequeños que yo. El privilegio era ver jugarse las monedas, en la bandeja, a Judas con los judíos.
Mi entrada en la Hermandad de Nazarenos se adelantó más de lo que hubiese deseado, me cogió por sorpresa el mismo año en que conseguí tener mis propios arreos de judío. Imaginaba que tarde o temprano entraría de nazareno, aunque no recuerdo que eso fuese un tema central en mi casa, sino que, llegado su tiempo, mi hermano y yo lo haríamos por orden natural de mayor a menor. Así que mi anhelo no era entrar de nazareno, sino tocar libremente el tambor y sin impedimentos.
Mi padre ni siquiera me preguntó, ni me adelantó tal posibilidad, ni hablamos nada al respecto, ni dudó que lo desease. Me dijo directamente “ya eres nazareno”. Mi respuesta fue rapidísima, aunque la afirmación era categórica: “pero Higinio es mayor que yo”. Me dijo que él había renunciado porque yo era más semanasantero. No contesté nada porque ya era cosa hecha, pero, en aquel entonces, no entendí cual era la diferencia entre mi hermano y yo. Con el tiempo comprendí que yo había heredado toda la afición de mi casa por la Semana Santa. Y ahora lo que no comprendo es de donde pude sacarla.
No sé que debería transmitir, aunque no dudaba en salir de magdaleno, en querer poner el tambor de mi padre a punto, que no estaba siquiera en mi casa sino en la de mi abuela, no teniendo a nadie que me ayudase, y buena liábamos los amigos para echarle la reventona. Bajaba a San Francisco para vestir a la Magdalena, porque mi novia, mi mujer, tenía estrecha relación con la camarera y con sus hijas. Bueno, más que vestirla, una vez que estaba terminada le hacía fotografías. Imagino que todas estas cosas y otras que mi flaca memoria se niega revelarme, son las que yo transmitiría en mi casa. No recuerdo que para mi aquello fuese algo especial, ni echaba de menos los misereres, porque no sabía lo que suponían, porque mis vueltas del internado eran siempre el Viernes de Dolores.
Aunque, si tengo en la memoria llamar a mi novia un día por teléfono, desde Granada, cuando ya se recogía el miserere, y aunque los teléfonos fijos no pueden asomarse al balcón, lo puso en esa dirección y cuando oí el sonido lejano de los tambores no pude seguir hablando con ella del nudo que se hizo en mi garganta.Definitivamente, yo transmitiría más de lo que era consciente, pero fue mi entrada en la Hermandad de Nazarenos lo que me hizo asentarme dentro de la Semana Santa por un lado, por otro la entrada en la Séptima Cuadrilla de Judíos de la Cola Negra a través de mi cuñado Eugenio que la estaba revitalizando, y el hecho de afincarme definitivamente en Baena, terminó por consolidar todo cuanto había estado forjándose en mi interior.
Y no son fáciles las cosas mientras eres pretendiente nazareno. No tienes derecho casi ni a hablar, que bastante tiene uno con poder estar allí. Lo digo con cariño, que no quiero que se me mal interprete; aunque con lo poco hablador que yo soy tenía pocos problemas. Pasó mucho tiempo antes de que yo abriese la boca en un cabildo de los Nazarenos y a veces pienso si no hubiese sido mejor haber permanecido en silencio, aunque eso en determinados momentos no va conmigo. En ese sentido, cuando no me fue bien, recuerdo a mi padre y pienso como hubiese ocurrido todo con él a mi lado…, entonces me alegro de que no estuviese junto a mí.
Allí aprendí mucho y encontré una Hermandad especial, distinta a las de Baena, con una historia y un pasado para sentirse orgullosos de ella aunque uno no sea nazareno. Lo digo tal y como lo siento. Su historia, la de los nazarenos, es ininterrumpida desde su creación, integró a otras hermandades dentro de su seno conformando la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno. Y no sólo eso, sostuvo a muchas de ellas en época de crisis. E incluso fue madre de otras cofradías de Baena.Pero hay algo, que hoy me sigue impresionando, el peso de la historia y la tradición en la Hermandad de los Nazarenos. Una fuerza impresionante que yo jamás he visto en otras instituciones, y lo sé porque lo he vivido cuando los nazarenos han tenido problemas a la hora de elegir hermano mayor, y había que adaptarse a la realidad del momento.
Nuestra sociedad ha cambiado mucho en poco tiempo y con ella los individuos que la conformamos. Del concepto de sociedad dirigida por una sola persona, se ha pasado a ser esas personas quienes eligen a sus dirigentes. Cuadrilleros que tuvieron que dejar el cargo porque no tenían dinero para pagar a los abanderados, ni darle unos pestiños y magdalenas a sus judíos, y el Hermano Mayor de la Cofradía, era el proveedor de todo cuanto hiciese falta. Había unos dirigentes con dinero y muchos dirigidos que carecían de él. Es evidente que en poco se parece esta descripción con lo que vivimos ahora, cuando las hermandades, a través de las sociedades culturales, estamos adquiriendo en propiedad nuestro propio patrimonio, nos costeamos la comida de los cuarteles y con las cuotas se cubren las necesidades de la cofradía.
Los Nazarenos han tenido que asimilar este cambio social que afecta a todos, aunque todavía hay quien pretende vivir en el pasado. Adaptarse a los cambios supuso relevar de muchas y costosas obligaciones al hermano mayor, cambiar una serie de premisas para facilitar el acceso al puesto. Con un problema añadido, que el número de nazarenos residentes en Baena, y lo que es peor, con arraigo en la hermandad ha ido en descenso alarmante.
A toda esa serie de trabas hay que añadir cuestiones que poco favorecen el ejercicio de la responsabilidad en una sociedad que cada vez más quiere ser servida que servir, porque su poder adquisitivo se lo permite y quiere hacer de ello su estandarte, que quiere mucha diversión y poco compromiso, criticar pero arrimar poco el hombro…, pues a pesar de todo ello, los nazarenos siempre han cumplido con lo que, para muchos, era un privilegio, que el Hermano Mayor de la Cofradía fuese un nazareno.
Hay que estar allí para poder palpar y sentir el peso de sus más de cuatrocientos años de historia. Algo especial flotaba en el ambiente en los cabildos de elección de Hermano Mayor, no se podía bajar a San Francisco sin un nazareno al frente, era el amor propio, el ser de su propia existencia. No se podía fallar y nunca lo hicieron. Vivir eso, ha merecido la pena haber pertenecido a dicha hermandad, haber podido presenciar momentos como esos están muy por encima de otros que motivaron mi salida.
Reivindiqué en todo momento y contra todos, lo que siempre se ha dicho que era un privilegio y yo lo consideraba, y aún lo sigo creyendo así, un derecho natural adquirido por su propia historia y por su comportamiento durante la mayor parte de ella. Ciertamente los nazarenos, hoy día, tienen que atravesar su propio desierto. De todo corazón les deseo que reconozcan esa dura travesía, y que sea lo más corta posible por el bien de todos.
Que duda cabe que al hablar de hermanos mayores, automáticamente nos introducimos en una faceta importante del ser humano: el poder. Yo he vivido lo que llamo “el Vértigo de Poder”. Una sensación que he experimentado en una sola ocasión con toda su fuerza e intensidad, no recuerdo en que año fue, pero sí que era Hermano Mayor, José María Onieva Alcalá.
Fue en el miserere de un viernes, después de pasar entre ese doble pasillo de judíos tocando el tambor y de cuadrilleros. Entramos el Hermano Mayor y yo encabezando la comitiva, despacio, sin prisa, con toda la majestuosidad del momento, los dos al frente. Subimos la rampa y el primer rellano dentro de la Iglesia. Jesús Nazareno al fondo. Uno a uno superamos los tres escalones para enfilar el pasillo. De pronto empieza a invadirme una sensación extraña, nueva, la de estar por encima de todo. Como si creciese en estatura a medida que iba avanzando hacia Jesús. Era como tener el poder absoluto en la tierra, mayor que el del jefe de estado más poderoso del mundo. Como si en esos instantes solamente hubiese alguien más poderoso: Jesús Nazareno. Era una auténtica droga que invadía cada poro de mí de ser, un verdadero y auténtico vértigo que me atraía irresistiblemente con toda la fuerza del universo. El poder total que se iba adueñando de mí a medida que nos acercábamos a Nuestro Padre Jesús Nazareno.
La sensación duró mientras avanzábamos por el pasillo. Después dio paso a una especie de aturdimiento, más tarde a un sosiego y, finalmente, a la quietud de todo mi ser.
También he experimentado lo contrario y he vivido lo que significa el vértigo y la desazón de sentirme ninguneado. Ocurrió en mayo de 2003, cuando se consagró el altar de la Iglesia de Santa María la Mayor y yo no me encontraba entre los invitados de la Semana Santa. Asistí de forma particular, e independientemente de cualquier tipo de invitación que no fuese el que la Iglesia hacía a sus fieles.
Para mí el acto era especial, por la vinculación de mi abuelo Antonio Ramos al Convento de Madre de Dios y a esa Iglesia, y porque estando de novios, asistíamos a la misa de los sábados por la tarde con otras 4 o 5 personas más, hasta que D. Virgilio consideró cerrarla al culto. Por mi parte, consideraba normal y lógico que un acto de este tipo no tuviese un protocolo semanasantero. Como llegué con tiempo suficiente pude coger un buen sitio y esperar tranquilamente el inicio.
De pronto vi a un Hermano Mayor en un lugar de protocolo y se me enciende la luz de alarma. Sorprendido y confuso, caigo en la cuenta que debe de ser el Hermano Mayor que está en la Comisión Prorestauración, pues a su lado no hay otros hermanos mayores. Me quedo más tranquilo; pero observo al sustituto de un Hermano Mayor, y me entra la duda, si viene como tal o como particular. Comienza la función de Iglesia y me encuentro dilucidando los motivos por los cuales no me encontraba en un lugar de honor como el resto de hermanos mayores, acompañados de sus respectivas esposas.
Con una desazón enorme, no entendía mi ausencia, tanto trabajo en la Agrupación de Cofradías para que ahora me dejasen en la estacada. Todo ocurrió en un periodo corto de tiempo, porque se encendió la luz del Espíritu: se estaba celebrando un acto religioso y una simple cuestión de protocolo no podía abstraerme y llevarme por aquellos derroteros que, por otra parte, seguro que tenía una simple y sencilla explicación, que además el que tuviera que darla se iba a llevar un mal rato. Recogí velas y, poco a poco, empecé a imbuirme de las palabras y mensajes que recibía. A los pocos minutos estaba el asunto aparcado, y pude vivir momentos de gran intensidad que me hicieron saltar las lágrimas en no pocas ocasiones y que, incluso, me impidieron cantar en determinados momentos. Apartado del mundo semanasantero, y al lado de mi mujer, viví momentos inolvidables.
Ya a la salida y olvidado todo, me pregunta Vicente Mejías, Hermano Mayor, como era posible que no hubiese estado entre ellos. Hablando, llegamos a la conclusión que tuvo que ser un olvido pues había dos sillas vacías y me estuvieron buscando entre los asistentes. Dos días más tarde recibí una carta de la comisión organizadora pidiéndome disculpas y a D. Virgilio totalmente abochornado.
Experiencias y recuerdos de Semana Santa, como también son los Oficios. Cuando pienso en ellos, mi primera imagen es la Iglesia de Santa María la Mayor, todavía rota, como me decía un chiquillo, con frío porque entraba aire por todos lados, mi novia, muy poca gente y un D. Virgilio más joven.
Pero forzando mi memoria soy capaz de verme en la Iglesia de Guadalupe, con mis padres y también con mis amigos, y en mi recuerdo me veo como un espectador que no es capaz de visualizar el conjunto de lo que se hacía allí, qué hermandades estaban presentes, ni tenía el concepto de lo que era un Hermano Mayor, ni del protocolo de nuestra Semana Santa.
Sí hay dos cosas que se han quedado conmigo para siempre y a las que me resulta fácil llegar a ellas. La primera, me impresionaba que a la Soledad se le entregase la llave del Sagrario. Para mí Ella era la Virgen, era la Madre y se le entregaba la llave del corazón del Hijo, que era el Sagrario. Ese concepto lo tenía muy claro, y tenía un significado grande para mí, que ya no era un crío.
Y, ya metido de lleno en la Semana Santa, imbuido de todas sus esencias y entresijos, llega el segundo. Puedo presumir y sentirme orgulloso de haber portado sobre mis hombros a la Soledad, cuando un año estando unos cuantos de la pandilla, amigos de los hijos de D. Salvador de Prado, éste nos llamó y la cogimos. Me atrevería a jurar, aunque sea osado mi atrevimiento, que estuve en el varal de atrás, en medio.
Recuerdo con cariño llevarla a Ella sobre mis hombros, e inclinarla para recoger la llave de tanto agravio y de tanto amor hacia los hombres. Ahora, como en mi juventud, las lágrimas pueden correr sobre mi mejilla pensando en el significado de esas llaves.Como decía, los oficios del Jueves y Viernes Santo los tengo asociados a Santa María la Mayor y a D. Virgilio, y también, desde hace ya un tiempo a la Hermandad de San Pedro y a la Auxiliar de Santa María. No acudimos mucha gente pero eso tiene la ventaja del recogimiento y del silencio. Además D. Virgilio fue despojándose, con el paso de los años, de casi todo, quedándose desnudo, como compartiendo cada vez más todo cuanto él era con los que estábamos allí.
Y en la renovación de los votos del sacerdocio en los del Jueves Santo, nos pedía perdón con una sinceridad y un sentimiento que no te dejaba indiferente. La sencillez humilde de su lavatorio de pies a los Apóstoles de la Hermandad de San Pedro te absorbía por completo, pues besaba los pies a los apóstoles como un verdadero Jesucristo. ¡Cómo he envidiado siempre a los apóstoles en esos momentos!
El altar despojado, vacío en los oficios del Viernes Santo, el silencio que trae pena y dolor, el Crucificado tapado; y con una voz, que casi no sale del cuerpo, D. Virgilio lo va descubriendo entre oraciones. Es fácil meterse en ese cuerpo dolorido, asaeteado por las puntas de los flagelos, traspasado por la lanza y con la cabeza coronada de espinas. Mi cuerpo está cansado de no haber dormido o de haberlo hecho poco; la procesión de la mañana con la cruz y ahora el tambor, sin tiempo de siesta, con el bocado casi en la boca. Los ojos se me cierran, me vence el sueño, como a los malos apóstoles en el huerto y, aún de pie, soy capaz de dar una cabezada y perder por un instante el conocimiento, ante el susto de mi mujer por si me caigo. Pero lo voz de D. Virgilio continua.
De la Vigilia Pascual del Sábado de Gloria, tengo un recuerdo muy grato porque en ella se bautizó mi primera hija, con el hondo significado de nacer, resucitar, a la vida nueva el mismo día de la Resurrección. Yo creo que de ahí le viene toda su alegría.
Mi casa está en un lugar privilegiado para la Semana Santa, en una esquina por la que pasan todas las procesiones, y con una cancela que permite estar en la procesión aunque haga frío, incluso al calor del brasero se puede estar contemplando la llegada de las hermandades. Para mi es una ventaja, ya que me cuesta ver una procesión entera sin moverme. Yo soy muy mal hermano de acera.
Desde esa atalaya de la cancela, mejor que la de los balcones, se ve una perspectiva completa de las distintas hermandades que se van acercando con sus imágenes al fondo, y ese verlos venir poco a poco te hace encarnarte en la hermandad que está pasando, la imagen adquiere cada vez más valor y se va erigiendo en la única protagonista de la escena.
No puedo hablar del río de experiencias, sensaciones y sentimientos que nacen cuando Jesús da la bendición en esa esquina, donde si alargase uno la mano llegaría a tocarlo. No puedo deciros nada, tengo que permanecer mudo porque me toca ir detrás de Él en la procesión, pero sé a quien le ruedan lagrimones por su rostro.
Se puede ver, de otra manera, a Cristo muerto en los brazos de su Madre en el paso de la Virgen de las Angustias. Se ve con otra expresión, como si fuese más real ese estar sobre su regazo, parece querer mecerlo en sus brazos, como si aún muerto quisiera traspasar y atraer su mirada, para poder soportar la muerte, como si la vida de Ella pudiese mantener un halo de vida que ya es imposible.
Antes ha pasado el Cristo de la Sangre, y en Él adquiere fuerza todo el dramatismo de la Pasión, en su cara de dolor y de súplica. No existe mayor expresión en toda nuestra Semana Santa. Mirando hacia ese lado de la calle, hacia mi propio balcón, me da la sensación de que cada año, espera encontrar mi mirada en la suya, y yo la busco con anhelo, y cada año me sobrecojo ante tanto amor, no lo asimilo, no tengo capacidad de comprender la expresión de su mirada.
Hay un déficit grande en la balanza, y no veo yo ternura en sus ojos, no hay una mirada de paz. En ese momento no, viéndolo con los brazos extendidos, clavados para que no se le caigan, rematada de espinas su cabeza, es un grito desgarrador de dolor y sufrimiento. Tal vez ahora sería el momento de gritar a ese Dios, ¡dame explicaciones!
A lo lejos unas manos blancas, rítmicamente acompasadas, tocan un tambor vestido de luto, que no puede chillar de dolor. La Única Cuadrilla de Judíos Arrepentidos, que han cambiado el casco por el capirote, la chaqueta por la túnica, las finas baquetas por unas gruesas y negras, y el sonido lo han ahogado con paño de luto. Por último se han añadido el sobrenombre de Arrepentidos, con el hondo y profundo sentido evangélico que esta palabra tiene para un cristiano.
Y ese arrepentimiento me lleva a la madrugada del Viernes Santo, cuando a la luz del alba aún le quedan horas de profundo sueño y, en la noche oscura, se cruzan con el Cristo del Silencio. Siendo esas horas en las que se cruzaron las miradas de un Cristo preso, maniatado, solitario, y las de un Pedro atónito cuyos ojos se desorbitaron ante el canto del gallo que habéis ahogado con vuestro tambor ronco. El corazón y el alma se rompieron de arrepentimiento, y su mar de lágrimas formaron un océano con las de la Magdalena, vuestra imagen, que fueron capaces de lavar los pies a un Cristo que hace del perdón la máxima del amor. Nombre e imagen, símbolos profundos y eternos, unidos en una hermandad.
Y la sabiduría popular, siempre tan acertada, los llama Enlutaos por el significado que tiene ser capaz de vestir a un judío de “luto” y hacer que un tambor sea ronco, que es como callar los pecados con el arrepentimiento.Y que sería de mí sin el tambor, que sería de mí sin vestirme de judío, sin poder sentir el ondear de mi cola negra sobre el casco en mi cabeza. Realmente no me lo imagino, desde que soy solamente judío, y ahora soldado raso, he ido cambiando mi sentir la Semana Santa.
Me maravilla vivir como el judío está presente durante toda ella, que sea el eje conductor de toda ella, que esté en todos los momentos, adquiriendo ésta una dimensión totalmente diferente y nueva. Y me resulta una sensación rara, satisfactoria y gratificante. Ser solamente judío me hace sentirme en plenitud, tener una sensación de libertad que es algo nuevo para mí.
La madrugada del Miércoles Santo encarna toda la magia de la Semana Santa, echar las cajas es la espera más anhelada. Se ha tocado en los misereres, los tambores se han ido preparando, la cola se ha destrenzado, todo limpio, pulcro. Se duerme poco, porque siempre nos coge la madrugada recién acostados. El ambiente tiene algo que no se puede explicar, sencillamente hay que vestirse de judío y dejarse hacer, y que el tambor te lleve y te traiga, para dejarse arrebatar por la esencia mágica de su sonido, recorriendo nuestras calles sin fin, con parsimonia, como no queriendo llegar a nuestro destino, para seguir hablando a solas con nuestro tambor y nuestro yo.
¿Os habéis dado cuenta de lo solitario que es el judío cuando toca el tambor?, y sin embargo el judío no va nunca solo, salvo en raras ocasiones, porque al judío le gusta compartir. A pesar de ello, cuando va haciendo sonar su tambor, va a solas. Bueno, pensándolo bien, no, porque el tambor cobra vida en sus manos, le habla, le estimula, le enardece. Y en ocasiones le hace estallar el corazón en una multitud de sentimientos como solo él sabe hacerlo. El judío, así, no necesita a nadie, solo a él, en un mundo donde sólo existen ellos dos, cuando el tiempo y el espacio se han parado, sencillamente, han dejado de existir.
Pero el judío no puede vivir todo esto en soledad y entonces necesita de los otros, para poder compartir cuanto vive y siente. No puede quedarse con algo que le rebosa, y el judío se abre de par en par, necesita dejar el tambor y, mientras saborea una copa, se desahoga hablando y recordando historias, detalles que se pueden contar miles de veces, y que, no se sabe porqué, siempre tienen el sabor de lo nuevo.
Así, hemos conversado muchas veces de cómo se echa en falta a los coliblancos el Domingo de Resurrección. Desde el sentir del judío creo que sería fantástico poder compartir ese día juntos, terminar la Semana Santa tal y como la empezamos. Es un día demasiado grande como para que alguien se quede fuera, y se debe recuperar el que los bastones de ambas colas estén en el altar de la misa de Resurrección, y darse la paz.
Tal vez haya problemas con el protocolo por el lugar a ocupar en la procesión, o tal vez no, y eso se soluciona hablando. En todo caso, cuando uno va invitado a un lugar, le coloca el anfitrión.Claro que este día es para que saliesen todos los estandartes de todas las hermandades de Baena, para que nuestra Semana Santa festejase la Resurrección, como hace en el Corpus Christi.
También recordamos siempre cuando un treinta de junio, unos veinte tambores, estuvimos en Granada con motivo del Festival Internacional de Música y Danza. Podéis imaginar el calor que hace en esa fecha y sobretodo si vas vestido de judío. Pero fue una experiencia inolvidable para quienes fuimos capaces de hacer esa locura, que como todas, quedó grabada a fuego.
Por pleno centro de Granada, el autobús nos dejó en la Gran Vía, nos concentramos en la Plaza de Colón, bajamos Reyes Católicos, Puerta Real y terminamos en la Fuente de las Batallas. Un recorrido tal vez corto, pero suficiente para montar un gran espectáculo, donde llovían una cantidad ingente de fotografías y videos, sobre todo cuando se hacía el paso del evangelista ante la incrédula mirada de cuantos nos veían y la cara de complicidad de los baenenses que pudimos avisar. Fallamos en el número, pues debimos haber ido muchos más.
Todo comenzó con la cara de extrañeza, y yo diría que de susto, de la camarera de una piscina, donde nos alojaron para vestirnos, que oyó a las once de la mañana, cuando estaba a punto de entrar los bañistas, que unos locos vestidos de forma extraña le pedían unas copas de Machaquito. La mujer no se lo podía creer. Y terminamos cuando al final del desfile, a un grupo de la Iglesia Evangélica con unos micrófonos y altavoces, le rompimos su apostolado con el sonido de nuestros tambores.
Me pidieron explicaciones diciendo que tenían los debidos permisos del Ayuntamiento para estar allí, y yo les respondo diciendo que éramos invitados que no sabíamos nada y que nos iríamos en cuanto llegase el autobús. En medio del incidente, que podía parecerlo mayor al tener que elevar la voz por encima de los tambores, que no se callan nunca, se me acerca mi hijo Higinio y me dice que puesto que ellos son evangelistas si quieren le hacemos el Paso del Evangelista y los “asustamos”. No lo entendieron, pero yo di por zanjada la discusión.
Allí ha sido la única vez que yo he asustado a los dos Evangelistas que vinieron con nosotros, con su correspondiente trompetero. Y no resulta nada fácil hacerlo, o a lo mejor sí lo es, pero, como uno no se ve, realmente no sabes como lo has hecho, si has llevado la mano de atrás en su sitio, si has mirado la tablilla mucho o poco, el salto, el susto, la carrera…, no sé. Fue una experiencia nueva, y para los improvisados espectadores no os quiero ni contar.
Ese bajarse la celada tiene algo de mágico para el judío, esa postura hace cambiar el sentir y el tocar. La mirada ya no es limpia sino a través de los dibujos de la misma, y la respiración es, también, un poco más forzada y la emoción va siempre en aumento porque se hace en momentos muy especiales, como al pasar por delante del Santísimo el Jueves Santo en la Visita a los Sagrarios. Esa inclinación de la cabeza es una autentica y profunda reverencia que hace el judío con toda su alma.En la misa del Domingo de Resurrección, en el momento de la consagración es emotivo tocar al tambor con la celada echada, las manos del judío vuelan con ritmo de gloria y alegría. Son dos momentos cortos, breves, y acompañados por el flamear de las banderas de la turba, que le dan un aire mágico, maravilloso, que muchos no conocen y que, otros, estando dentro de la iglesia se lo pierden. Pero tocar, con toda el alma cuando se alza la hostia y el cáliz, emociona al judío.
Otro momento en que la celada juega un papel importante es en el Prendimiento. Yo he tardado tiempo en hacerlo, pero fue algo que nunca podré olvidar. Se ve todo con otra perspectiva y a través de lo que la celada te deja entrever. Estás desde antes de que Judas comience a buscar a Jesús con su fanal, quieres coger un sitio estratégico que te permita correr, quieres tener una buena visión para no perder detalle de cuanto acontece. Cuando Judas acepta las monedas del delito, la emoción sube rápidamente, ya sabes que la carrera está más cerca, la celada no te deja respirar bien y la emoción se incrementa, oyes la voz del cuadrillero diciendo que todavía no, esperar un poco más, aún no. No sabes que va a pasar, a que varal te vas a dirigir, si vas a encontrar un lugar donde meter el hombro, esperar un poco…, ¡ahora!, ¡vamos, vamos!…
De pronto te ves con el casco en la mano, la frente sudorosa y el corazón palpitando por encontrar más sitio, sonriente y satisfecho. Casi no sabes lo que ha pasado, cómo ha ocurrido, ni cuanto ha pesado Jesús, ni como has corrido con Él al hombro. Sólo sabes que lo has hecho, piensas en volver a sentir lo mismo otro año. Ha merecido la pena.
También hoy es tiempo de grandes noticias, de esparcir con las manos abiertas todas aquellas letras que nuestros Evangelistas guardan contra su pecho cuando el judío quiere arrebatárselas. Se escribieron hace más de dos mil años, siguen vigentes y perdurarán eternamente.
Los Evangelistas escribieron el Evangelio, derramando su esencia entre los hombres, y hoy pregonamos su buena nueva para que sea motivo de paz interior, para poder sonreír, tal vez en nuestro interior, en ese silencio que ha sido nuestro continuo compañero infatigable.
Si una persona está esperando en la puerta de su casa para hablar con el primero que pase, es una gran noticia que alguien se pare y hable con ella. Es una noticia maravillosa para el que se ha parado y para la que esperaba. Es una gran noticia que un corazón negro como un tizón quede encendido de un fuego rojizo. Es una noticia tremenda para ese corazón y para los que reciben su calor y su luz. Es otra gran noticia saberse tan solo un suspiro en el tiempo de Dios, pues podemos saborear el haber salido de su boca. Es fantástica la noticia de quien sabe sufrir su dolor y sus angustias con una sonrisa.
Es maravilloso saber que hay Quien nos ama, apasionadamente, con locura. Esa es la noticia por excelencia, amar apasionadamente, sentirse amado apasionadamente. Nada hay que trasmita mayor fuerza.Amor de Pasión, de la pasión emanada de la Semana Santa. Esa es la gran noticia que quiero trasmitir en este pregón que ya se me escapa, haciendo míos unos versos de D. Virgilio:
Para yo ser feliz tengo que amarque sin amar me muero.¡Qué insensatez la mía, qué engañosa locuraqué infinito destierro,oh Cristo del Perdón mi eterno dueñoque sin tu amor no vivoque sin tu amor yo muero!